Por Liliana Magdaleno Horta
Mención honorífica del Concurso Nacional de Escritura para Mujeres Universitarias 2021
Tenía once años cuando mi cuerpo empezó a cambiar. Mis amigas me lo hicieron notar con un par de comentarios incómodos. Éramos unas niñas, pero a mí me estaban creciendo los pechos y a ellas no. Intentaba disimularlo con playeras amplias de Winnie Pooh, pero era un camino sin retorno: ese año llegó mi menarca. Del griego μήν (mes) y αρχή (principio), el término menarca se usa para denominar la primera menstruación en la vida de una mujer, la primera vez que te baja. Recuerdo con claridad cómo al terminar de orinar vi la sangre en la taza del baño y, con más vergüenza que miedo, fui a contarle a mi mamá. Yo había visto ya las toallas de mi madre y mi hermana en los cestos de basura, pero no había recibido recomendaciones sobre qué hacer cuando mi sangre bajara: en mi familia se trataba de un proceso natural que no requería muchas explicaciones. Además, era un evento significativo: mamá corrió a contarle a papá que “sus hijas estaban creciendo”. La primera menstruación está ligada de forma estrecha a la fertilidad, a la capacidad de reproducirse; yo, al igual que una gran cantidad de niñas, había sido expulsada del mundo infantil con la llegada de mi menarca. Con la sangre vinieron, entre otras cosas, más cambios en mi cuerpo, pero, sobre todo, una clase de dolor que desconocía hasta el momento, el dolor proveniente del útero.