Por Por Samantha Carolina Torres Hernández
Desde que guardo memoria
evoco un estilete
atesorado que
Mamá
construye de
un asidero
esculpido en crianzas ofensivas
con puntero romo
al decir
ANCHA
Por Por Samantha Carolina Torres Hernández
Desde que guardo memoria
evoco un estilete
atesorado que
Mamá
construye de
un asidero
esculpido en crianzas ofensivas
con puntero romo
al decir
ANCHA
Por Ximena Tercero
Con frecuencia, pensar en la juventud de uno mismo es reconfortante, emocionante y casi delirante gracias a los buenos recuerdos que intencionalmente evocamos mientras, deliberadamente, elegimos suprimir los rastros de aquellas malas experiencias que quizá tuvimos durante aquellos años. No las olvidamos, simplemente las omitimos para alimentar nuestra fantasía de una vida feliz y sin problemas; sin embargo, para el viejo Alfredo Guzmán, pensar en los días de su juventud era sinónimo de un absoluto martirio.
Por Samantha Carolina Torres Hernández
Querido diario
(te) escribo desde lo más profundo:
mi corazón,
duda
por lo que dices
por lo que escucho
……………………………………………por lo que creo:
Por Karla Ruiz
Las llamadas de atención, las conversaciones, los gustos y disgustos, los planes, las comidas y los consejos se diluyeron hasta su ausencia. Nunca, como hoy, me había sentido en el desamparo y abandono filial.
Por Ivette Moreno Islas
Hoy desperté con la sensación de tocar las estrellas. La energía con la que me movía para hacer mis actividades me hacía sentir contenta. Mi último día en la universidad estaba lleno de matices; los días que ya no volverán dejan grandes vacíos. Antes de salir de casa preparé mi mochila, me até ambos tenis, me coloqué un suéter que me cubría perfectamente la parte baja de mi espalda y me hice una coleta alta.
Por Jimena Ortiz Márquez
Un día de enero, un joven de finas facciones tarareaba dichoso una dulce canción mientras se encaminaba al incierto futuro que le esperaba con ansias. Sus piernas se movían sin esperar instrucción del cuerpo y él, adorando el fugaz instante, se sumergía en pensamientos que lo hacían divagar de una idea a otra en el resplandor de un hechizante atardecer.
Por Estefanía Cervantes
La verdad detrás de los sucesos que ocurrieron meses antes y que provocaron que me mudara a aquella fría ciudad llegó hasta mí en una tarde de café y plática. Era nueva en la ciudad y la vecina que vivía abajo de mi departamento, con quien no estaba familiarizada, me invitó a una pequeña reunión en su casa. Ahí me enteré de todo.
El departamento que había rentado por unos meses era el último en ese edificio tan peculiar. Era un piso muy bonito, a pesar de todo lo que se hablaba del lugar. Estaba situado frente a uno de los parques más bonitos y recurrentes de la ciudad. Las ventanas enormes permitían que la luz se colara a todas horas y se pudiera disfrutar de los atardeceres. Aunque no necesitaba todo el espacio, me sentía tranquila en él. Todavía quedaban un par de cajas del antiguo inquilino, de las cuales no sabía su contenido. Debía enviarlas a una dirección que venía adjunta con los papeles del lugar.
Por Mariana Rosas Giacomán
La encontraron descalza y bocabajo sobre la alfombra blanca en la sala de su departamento. Su gato, un pequeño rufián güero llamado Napoleón, se lamía una pata trasera sentado en la espalda de su dueña inconsciente. Ella sonreía como si estuviera durmiendo una siesta de esas que tanto le gustaba tomar todos los días de dos a tres de la tarde, sin falta, después de sus dos primeras juntas virtuales del día y antes de salir corriendo a la oficina, la mayoría de las veces olvidando algo. Sus amigas corrieron al hospital al enterarse de la noticia, entre lágrimas y un furioso “yo sabía” que no se atrevían a pronunciar.
Por Ximena G. Tercero
Respiras y de pronto ya no respiras. Te vas, moriste. Desfalleciste con un fuerte estruendo, resoplaste con nula energía tus últimas palabras y entonces pasó, desapareciste. No hubo cuerpo que velar ni rastro que perfumar. ¿Dónde estás hoy? ¿Dónde estarás mañana? Quisiera hacerte saber que al menos tendrás una flor por haber muerto: la mía. Es lila, pequeña, no muy gruesa y, en general, es bonita.
Por Camila Martínez
Y ahí estaba yo incorpórea, en la playa, anhelante de aparecer. Mientras esperaba la manifestación de mi cuerpo, analizaba la costa para darme cuenta de la vacuidad que me rodeaba. El silencio reinaba en el lugar, sin embargo, el sentimiento de paz me abrazaba. Mi mente estaba en blanco, sin recuerdos ni sentimientos, como si yo no existiera. De pronto, mi cuerpo apareció y, como imán, empezó a caminar hacia el mar que, como un campo magnético, lo atraía hacia él.